No hace mucho tiempo escuché en boca de una galerista la afirmación de que en México el mercado del arte no existe. Se trata obviamente de un decir porque es evidente que de una u otra manera aquí se venden obras o firmas. Tarde o temprano los artistas que persisten llegan a encontrar quién compre su trabajo, no sin antes pasar por sus épocas de vacas flacas, como le sucede a cualquiera que trabaje por su cuenta y desee vivir de ello.
Lo que creo que esta experimentada galerista quiso decir es que no existen condiciones estables en el consumo artístico que permitan prever en el corto y mediano plazo lo que los compradores consumirán. La afirmación también se deriva por contraste con el conocimiento de lo que sucede en otras capitales del mundo del arte, donde sí existe una demanda constante de productos artísticos acorde a los distintos modos de producción vigentes.
El mercado como un lugar donde coinciden productores, distribuidores y consumidores sí existe como tal, pero los criterios que prevalecen en él son producto de mitos difíciles de compatibilizar con un criterio artístico-comercial. No obstante, para cualquier persona que haya tenido una experiencia considerable en el mercadoes evidente que los mitos también venden y venden más.
El producto artístico guarda similitud con los valores financieros; cualquier rumor o noticia que se produzca fuera del ámbito económico –en este caso artístico- afecta su cotización y por tanto su demanda. Un ejemplo, recientemente se ha extendido la absurda creencia de que la pintura al óleo es más valiosa que la elaborada con acrílico por el simple hecho de la diferencia en el material usado por el artista. Obviamente este rumor afecta a los sectores que menos conocimiento tienen sobre la reflexión artística y sus productos. Son estos compradores los primeros en sufrir reveses cuando su inversión no produce los réditos esperados, y son los primeros en retirarse del mercado. Digamos que éste tipo de clientela no forma parte orgánica del mercado, son puramente inversionistas y podrían comprar cualquier otra mercancía: oro, acciones de teléfonos o bienes raíces.
Otro mito frecuente es establecer jerarquías de plusvalía entre los distintos géneros artísticos. El dibujo, la fotografía y la gráfica son víctimas frecuentes de ese tratamiento despectivo por parte de compradores guiados por un criterio inversionista. La plusvalía que tanto interesa a este tipo de consumidores radica en la unicidad de la mercancía, fomentada por el énfasis que pone la crítica y la historia del arte en este aspecto. Sin embargo, el verdadero coleccionista –aquel que además de gastar dinero invierte tiempo en adquirir conocimientos con los cuales desarrollar un gusto por cierto tipo de arte- se habrá percatado de que tanto la fotografía como las artes gráficas y el dibujo han seguido una trayectoria histórica propia con resultados singulares y ajenos (no siempre) a los de otras ramas de las artes visuales.
En el caso de la fotografía es perfectamente discernible la trayectoria tan propia que ha seguido este género, que inclusive ha llegado a influir directamente sobre corrientes pictóricas: Francis Bacon o David Hockney, por mencionar algunos, son coleccionistas de instantáneas fotográficas. Si lo que el comprador busca es la razón primera –el origen- de una propuesta estética no podrá desdeñar fácilmente la ascendencia de lo gráfico sobre lo pictórico y lo escultórico. Pero cuestiones como estas escapan al comprador que se deja guiar por lo decorativo o por el uso del arte como símbolo de estatus.
Hasta aquí he presentado desviaciones que se producen en la parte consumidora, pero la parte distribuidora también contribuye a mitificar el arte y su consumo. Medios legítimos para promover el conocimiento del trabajo de un artista, como son las exposiciones en museos o las subastas funcionan también para distorsionar el mercado. La exposición de obra en recintos particularmente famosos eleva innecesariamente el valor de la misma haciendo creer a los poseedores o potenciales compradores que el trabajo de tal o cual autor resulta más valioso debido al gran número de personas que lo ha visto. Casos recientes y conocidos son los del pintor estadounidense Andrew Wyeth y los Van Gogh subastados. Esta estrategia se da crecientemente en el arte de artistas jóvenes que aunque han sido beneficiados por la gran atención que ha puesto el mercado en sus obras, eventualmente resultará afectado negativamente pues en gran medida el precio de una obra se sostiene por el trabajo subsecuente que la confirma como parte de una producción de largo aliento.
De lo dicho podríamos concluir que el mercado saludable –aquel que el arte mexicano no llega a conocer aún – requiere de un complejo sistema de coordenadas cuya clave principal es el análisis y la información. Un mercado desinformado funciona arbitrariamente hasta llegar a la autodestrucción.
En lo personal creo que la manera de apuntalar un mercado para que tenga un futuro estable debe ser tarea de productores, críticos y galeristas, quienes mediante conferencias, debates, exposiciones y publicaciones llenen el vacío de información que existe entre oferta y demanda de manera que arte y mercado caminen paralelamente.
Publicado en el suplemento Sábado del periódico Unomásuno el 23 de marzo de 1991
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