Las sociedades occidentales tratan a los objetos artísticos como una mercancía más. Artistas y galeristas trabajan en conjunto para producir objetos y eventos que pueden ser vendidos o distribuidos de acuerdo a las leyes vigentes. A pesar de que vivimos en una economía controlada por el Estado, el mercado del arte funciona como una subsidiaría de la institución pública, específicamente de los museos y las políticas de promoción adentro y fuera del país.
Durante el siglo XX el Estado ha desempeñado dos funciones básicas muy diferentes una de la otra pero relacionadas. La primera, propia de los Estados nacionalistas y hegemónicos, ha sido la de actuar como conductor de una estética artística nacionalista y folclorista. Ambas cayeron en desuso conforme desaparecieron las condiciones políticas que le dieron origen. En segundo lugar se encuentra la función del Estado como creador de condiciones para que se produzca una actividad artística-económica rutinaria. Esta función se ejerce a diferentes niveles y con distintos medios, pero básicamente podemos ubicarla en tres esferas: la patrimonialista, la fiscal y la de promoción de difusión.
Los productos artísticos ocupan diferentes clases de acuerdo al tipo de propiedad que les asigne el Estado a través de las leyes. El derecho básico –la propiedad privada- es el monopolio que tiene una persona física o moral sobre la posesión física del artefacto. Al vender una obra el artista cede su derecho de posesión al comprador, en el caso de otras artes donde no existe un objeto de por medio sino una presentación (danza, teatro, etcétera) o un conjunto de ideas (un libro o una película), en estos casos el artista vende la propiedad intelectual, el usufructo de su obra.
En el caso de la propiedad el primer problema al que el Estado administrador se enfrenta es establecer la legislación que regule la venta tanto de objetos únicos como la de los reproducibles. Aunque de manera general está establecida la propiedad privada y pública del arte, los matices que ésta implica para las artes no han quedado completamente dilucidados en la legislación vigente. Un ejemplo: en el caso de las falsificaciones la ley mexicana tiene establecida la figura de fraude, pero ésta se aplica a documentos comerciales (papel moneda, cheques, etcétera) y documentos de índole oficial, no existe un capítulo específico sobre las falsificaciones de obras artísticas únicas.
Durante la exposición homenaje a Rufino Tamayo por sus 70 años de actividad, me tocó estar presente por casualidad en el momento en que el pintor y Raquel Tibol retiraron una pequeña pintura, atribuida al maestro, por considerarla una falsificación. El cuadro pertenecía a una colección particular y fue prestado al Museo Tamayo para el evento. Hasta donde sé ni el pintor ni las autoridades responsables entablaron una demanda para castigar el plagio y este delito no es perseguido de oficio.
Las políticas fiscales del Estado suelen ser otro factor determinante en la producción artística. Amparos y abusos en el llamado pago en especie han caracterizado la relación entre la Secretaría de Hacienda y los productores plásticos. A raíz de que el ordenamiento fiscal más reciente obliga a los artistas a darse de alta como causantes (sin adjetivos) sin conceder deferencia alguna sobre otros profesionales, organizaciones de artistas como la Somart reaccionaron y se ampararon para evitar el pago de impuestos en los nuevos términos que fija la ley.
Recientemente el Instituto Mexicano de Derecho de Autor (IMDA) anunció haber llegado a un acuerdo con Hacienda. El acuerdo, no obstante, sigue teniendo serias deficiencias pues se habla de otorgar créditos fiscales a quienes tuvieran ingresos por más de nueve salarios mínimos –el límite de la miseria- sobre el monto de sus ganancias netas, es decir, ya deducidos del total de ingresos todos los gastos comprobables y autorizados; sin embargo para aquellos artistas que obtienen más de nueve salarios mínimos pero que no llegan a facturar decenas de miles de pesos por concepto de ingresos, el pago de impuesto sigue siendo una carga tan onerosa como elaborado es presentar cuatro declaraciones anuales. En otras palabras se concede la exención a artistas que viven por debajo del nivel de la miseria y se otorgan créditos fiscales a artistas que obtienen sumas multimillonarias.
Los artistas plásticos están exentos del pago del IVA, pero los impuestos que paguen en especie, es decir con cuadros, esculturas o lo que sea, están sujetos a un peritaje comercial que frecuentemente sitúa el valor de las obras por debajo de la oferta comercial. Una vez entregadas al Estado las obras son comercializadas al Estado las obras son comercializadas a su valor de mercado, lo que en no pocos casos debe reportar una jugosa ganancia a Justino Morales.
La tercera esfera sobre la que el Estado tiene influencia directa es aquella que toca lo relacionado a la difusión de las artes. En México el Estado detenta la propiedad de la mayoría de los medios de prooción como lo son museos, galerías y casas de la cultura. Originalmente creados para promover el conocimiento de los valores de la cultura nacional y universal, los medios de exhibición no cuentan en sus órganos directivos con la presencia de artistas que tengan voz y voto en la determinación de sus políticas, sobre todo en esta época de apertura democrática.
Resulta ocioso recordar los devastadores efectos que tuvo la política nacionalista del Estado sobre los foros y espacios culturales a partir de la segunda mitad del siglo. Esta experiencia debería ser suficiente para evitar la entronización de escuelas o autores en los recintos oficiales, como ha sucedido con la tamayización de la Bienal Tamayo en sus recientes ediciones.
Particularmente en nuestro país el monopolio estatal sobre los programas de apoyo a las artes y la conservación del patrimonio ha sido desafortunado cuando no trágico (recordemos el sexenio lopezportillista). En contraste, son muy escasas las instancias privadas que han hecho algo por la difusión de las artes a nivel regional, nacional o internacional.
Existen escasas colecciones institucionales, programas casi secretos de becas de educación y producción, lo que demuestra hasta qué punto la iniciativa privada y los mismos productores plásticos han visto en el Estado la única vía para promover algunos tipos de arte y cierto concepto de cultura. Si bien las instituciones académicas han tenido logros en el estudio, discusión y exhibición de las artes plásticas, también es cierto que han sido desbordadas por la prolijidad creativa de las últimas décadas, sobre la cual han generado poquísima bibliografía.
Así las cosas, cabe pensar que lo más conveniente es la descentralización (cuando no la desintegración) del aparato cultural del Estado, de manera que los presupuestos dedicados a la promoción de las artes, como el del INBA –que en 80 por ciento se destina al pago de nóminas– pudieran encauzarse al pago de derechos de exhibición pública a los creadores y a la digna exhibición del trabajo hecho por los artistas, sabidas las carencias que muchos recintos enfrentan en este aspecto.
La labor del Estado debe ir acompañada del trabajo de la sociedad civil, en la organización de condiciones idóneas que faciliten la pluralidad en la creación, la igualdad de acceso para públicos distintos, y el apoyo a la creación de manera constante y sostenida.
Publicado en el suplemento Sábado del periódico Unomásuno el 20 de abril de 1991.
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