Algunas ideas sobre el escultor Marco Vargas / I
La obra de Marco Vargas se ha convertido en la razón de ser de comentarios que ven en ella un ejemplo de teorías y comparaciones muy comunes entre la crítica y la intelectualidad de hoy en día. Algunos ven en su obra una secuencia del posmodernismo –por la síntesis que hay en ella de varios estilos-, otros lo consideran sucesor de la escultura de Henry Moore y de la cerámica de Picasso debido al manejo del espacio y la figura en el primero y, la fascinación por el color puro y la forma del segundo. Hay inclusive quien lo ve como un artista en estado de transición. Entre más leemos sobre él nos queda la idea que su obra es importante debido a las influencias que se le atribuyen.
La incapacidad de ver la obra en relación a la experiencia humana generalizada nos obliga a pensar que ésta resulta interesante porque puede relacionarse con la decoración egipcia, la escultura etrusca o las figuras prehispánicas de barro.
A mi entender todas estas asociaciones con técnicas, artistas y estilos tendrían algo de sentido sólo si Marco Vargas o las circunstancias pusieran fin a su obra; lo que en realidad sería relevante es establecer si él está más interesado en los procesos de arte que en el producto final, cuestiones tales como: ¿qué es lo que tiene de especial su actitud hacia los materiales? Y ¿por qué el artista elige el cuerpo como medio de expresión?
Para responder a estas interrogantes sería conveniente imaginar lo que significa producir artefactos utilizando varios medios. Para ello me valgo de una comparación. El ejemplo más cercano que puedo encontrar es el de un jugador de ajedrez que sostiene varias partidas simultáneas. Lo que en realidad cuenta para él no es derrotar a su contendiente, sino utilizar la experiencia, el conocimiento y la curiosidad en diferentes niveles para poder comprender y disfrutar más a fondo del juego en sí. Lo mismo sucede con Vargas, jugar con los procesos del arte le resulta más revelador que utilizarlos únicamente para producir objetos.
Detengámonos para analizar lo que esto significa. Por un lado las obras son incidentales, son como piezas de un ajedrez que representan un valor en la medida en que están en el juego, de lo contrario pueden parecer bellas o austeras, interesantes o vacías. La obra tiene que vincularse a una experiencia específica. Uno también podría verla en perspectiva histórica, pero éste sería el resultado de una cultura histórica y no de la experiencia compartida entre artista y espectador.
Por otro lado, la relación entre un artista y su obra es cambiante. El interés en ella disminuye una vez que ha sido concluida; por tanto, es arriesgado explicarla como causa y efecto de la manera de pensar del artista; más nos valdría analizar la manera en que él se involucra en el proceso de hacer arte.
En el caso de este artista cada escultura, pintura o grabado son reflejo de un estadio de su propia persona. Él mismo es consciente de que su desarrollo no ha concluido, por lo que le interesa transmitir la idea de evolución que ve en la obra. El resultado es tan diverso como los perfiles que el artista descubre en cada etapa de los procesos. Muchas de las obras que forman parte de su exposición en el Museo de Arte Moderno son muy afines a su idea del llegar a ser: el autorretrato, la madre y los ecce homo. En el caso de sus esculturas las formas oblongas parecen contener algo que las mueve desde dentro. Su marcado interés en la cabeza –como centro de la memoria, la mente y los sentidos- actúa como una prueba de su necesidad de comunicar a través de signos, aquello que el hombre lleva dentro de él. La exterioridad e interioridad son las claves de su multifacética creatividad.
Parte de lo que se ha dicho sobre el artista no es falso. Efectivamente él comparte con Picasso la distorsión del rostro y el uso salvaje del color, pero eso resulta irrelevante para la comprensión de la obra, pues el artista malagueño ha influido sobre infinidad de generaciones de artistas de todo el mundo. Sin embargo, la comparación tendría más sentido si pensamos en que ambos parten de una mirada hacia lo popular y primitivo en virtud de una necesidad existencial de rechazo a las convenciones naturalistas y académicas y –en el caso de Vargas–de la tradición realista mexicana.
Marco Vargas, Cabeza. Cerámica alta temperatura, 1991.
Marco Vargas, Cabeza. Cerámica alta temperatura, 1991.
Publicado en Sábado, periódico Unomásuno, el 23 de enero de 1993
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