Manuel González Serrano; una voz interior.





Comúnmente las exposiciones de artistas de la primera mitad de este siglo tienden a mostrar trayectorias cuyo desarrollo plástico se dio en gran medida dentro de una o varias vanguardias, de manera que la clasificación de la obra es más aceptable y, en ocasiones, hasta canonizada. Tratándose de exposiciones colectivas se agrupa a los artistas por criterios de técnica, forma o género (retrato, paisaje). Son pocas las exposiciones que traten a un pintor dentro de un contexto propio, para generar una reflexión en torno a las características de su obra, subrayar su posición intermediaria y distinguirlo como un artista fuera de serie, inclasificable.

La exposición de la obra de Manuel González Serrano (Lagos de Moreno, Jalisco, 1917; Ciudad de México, 1960) es una de esas excepciones de la regla. La muestra, que ocupa las salas Tamayo, Siqueiros y Orozco del Museo del Palacio de Bellas Artes, da una pauta de cómo presentar a un autor inclasificable. Titulada Manuel González Serrano; el Hechicero, la exposición es el fruto del trabajo infatigable de uno de sus principales estudiosos y coleccionistas de su obra: Ricardo Pérez Escamilla, curador de la muestra.

Manuel González Serrano, según Ricardo Pérez Escamilla, fue un hombre que se abandonó en la pintura sin reparo alguno. Se dice que desde muy pequeño tuvo problemas emocionales y síquicos que lo llevaron a encontrar en el arte una opción para apaciguar su desesperación. No obstante, su final fue trágico; luego de años de inhumanos tratamientos en manicomios y lugares de confinamiento, el artista sacrifica su vida por el alcohol y muere como indigente en las calles de La Merced a los 42 años.
Esta vida, que en cierta manera recuerda a la de poetas, pintores y músicos malditos aquellos que no vivieron con la santificación del sistema o de la sociedad; se ha convertido en parte de la mitología que rodea a los artistas contemporáneos, pues muy frecuentemente se asocia la vida disipada con el genio artístico y la rebeldía. En la actualidad el artistamaldito es un ave rara pues la mayoría de los creadores –aun los más críticos- pierden su voz pública para convertirse en celebridades que adornan con su sola presencia los eventos culturales oficiales.

Los géneros mismos de la pintura, que originalmente sirvieron para clasificar la práctica de este oficio (bodegón, marina, etc.) han sido convertidos en soporte temático de la obra de González Serrano, trastocados por la asociación entre objetos y símbolos. Por ejemplo, las flores abiertas como el sexo femenino o los nabos y guajes que representan la flacidez del órgano sexual masculino. Es así como el pintor logra infundir en un bodegón (Fecundación, ca. 1947-48) el retrato de un hecho por consumar, la relación entre una pareja, y el retrato de una mujer, recortado en la entrada de una cueva.
El mimetismo (o antropomorfismo manierista, como él lo llamara) es frecuente en la obra de González Serrano y puede decirse, en algunos casos, obvio. Las figuras que se  tornan en formas de objetos distintos fue un recurso que el autor empleó quizás demasiado a menudo. No obstante, las formas que conducen la narrativa de la obra son elementos reconocibles de una realidad externa improbable pero verosímil.

Ahora bien, si tomamos en cuenta que el mundo tal como lo concebimos en nuestra mente es tan sólo una representación interna de la realidad, podemos reconocer que muchas de las imágenes frecuentes en la obra de González Serrano –sus árboles torcidos, telas arrugadas o las onduladas superficies afelpadas, frutos y flores- forman parte de su mundo nostálgico -no menos ni más válido que el nuestro-, acechado por cielos grises y oscuros, el cual elabora sus propios referentes con gran credibilidad. No es fácil entrar a su mundo porque es similar al que conocemos, aunque está deformado en sus relaciones. Es por esta habilidad para transmitir ensueño y dolor, que hay que destacar al autor como precursor de muchos pintores contemporáneos (Gustavo Monroy, Rodolfo de Florencia, quien por cierto está exponiendo ahora en el Museo del Chopo o Alberto Castro Leñero, por nombrar tan sólo algunos).

Desafortunadamente, el arquetipo que existe en nuestra sociedad del artista inadaptado, que recurre al arte como refugio, que es rechazado por su vida disipada y que termina su existencia en forma trágica, hace caer a algunos en la tentación de considerar a Manuel González Serrano como un Vincent Van Gogh, un genio incomprendido, guiados por motivaciones oscuras.
Sabemos por la sobrina del artista que la familia de González Serrano era proclive a la depresión. Este último padecimiento colora la vida de cualquiera y hace ver en las imágenes más insospechadas abismos profundos y criaturas amenazantes, que no son sino representaciones mentales de la ansiedad. Por tanto, además de recrear un mundo el artista se encuentra viviendo en un mundo que está transcrito de manera alegórica en la pintura, un mundo que tiene una vibración síquica (siqué=alma, en griego) ineludible.

Manuel González Serrano es del tipo de artistas que pintan para sobrellevar la barca en la tormenta. El hecho de que en esta exposición abunden los autorretratos (Pérez Escamilla ha detectado 17) implica un narcisismo –muy distinto del que ahora abunda en el medio artístico- pero  también un enfrentamiento consigo, buscando al verdadero yo, que probablemente es la parte que más tememos encontrar y la más difícil de hallar. Más allá de los autorretratos, el bregar de una vida queda plasmado en los símbolos y alegorías y metáforas que están presentes en la obra: los paisajes desérticos o semi-abandonados; las cuevas y ciénagas, los mártires envueltos en cielos misteriosos, las damas rodeadas de vastos escenarios naturales, las ciudades presentes tan sólo como rastros de algo por venir, y los sexos opuestos de mil formas y dimensiones que no llegan a la cópula, la muerte y el eros.

Para comprender el valor de la obra de este artista sería conveniente detener la atención en las maneras en que transciende los géneros tradicionales como el paisaje, el bodegón y el retrato. La museografía no agrupa la obra en géneros –más bien sigue una cronología por sala que abarca tres períodos del 1946 a 1952, 1953-55 y 1956-57- y trata de distinguir en función de las características temáticas que obsesionaron al autor. De ahí que en cada sala haya un balance en el número de retratos, bodegones y paisajes, que dejan una idea clara de lo que estaba sucediendo en torno al pintor.

La exposición reúne cerca de 58 óleos y 59 dibujos al temple y lápiz sobre papel. Algunas de las pinturas se sitúan en el registro pictórico de monumentos arquitectónicos o son referencias directas de lugares como la Torre de los Remedios, o el Volcán Paricutín. En la mayoría el paisaje juega un papel intermedio entre perspectiva óptica y parte fundamental del tema de la obra.  En los dibujos, especialmente los de la última época, la imagen del pintor se va asimilando a la iconografía de Cristo, pero también los hay de formas acuáticas, formas vegetales y animales.

De una manera general la muestra sugiere una lectura de temas que influenciaron la visión de su pintura. Soledad, deseo, misticismo, fe, oscuridad. Estos temas aparecen ligados de una extraña manera (existe la tentación a llamarla surrealista) a la mística y la estética dolorosa de los íconos cristianos. En los retratos, por ejemplo, las miradas apuntando hacia el vacío sugieren también una sensación de somnolencia o meditación profunda, llevan a pensar en el deseo del artista de ir más allá del detalle físico de las cosas. Paradójicamente el pintor se destacó por su perfeccionismo técnico para el trabajo descriptivo de la pintura.

La pintura, la historia y la vida son una permanente ficción y el artista, como cualquier individuo sensible, está influido por la necesidad de explicar (o representar) lo que más le atrae o le afecta de esa. Varios de los autorretratos de Manuel González Serrano fueron realizados no para hacer una obra artística. Muy probablemente se trata de intentos de reconocimiento de sí; angustia de saber si se tiene el dominio suficiente para exteriorizar el rostro que el autor ve desde dentro.

Cuando se trata del retrato de personas que le son cercanas, como el de la promotora artística Andrea Hancock, quien fuera su cónyuge por corto tiempo (1944), las obras se convierten en una minuciosa reconstrucción para lograr que el retrato sea caracterizado por su individualidad, la cual domina el entorno. En contraste los objetos aparecen transformados de manera que sus significados a situaciones quizá demasiado escabrosas para el autor. Existe una represión evidente en no pocas obras. Pareciera que el autor ve los objetos como prolongaciones de su mundo síquico, pero distingue los límites entre sí y los demás.

En relación con las situaciones límite y las zonas oscuras que a menudo surgen en la obra del autor, la más obvia y reiterativa es la no consumada relación entre los polos masculino y femenino. La mayor de las veces, sus alusiones al tema sexual quedan en deseos eróticos. En los dibujos como El Árbol de la Vida, y Molcajete, el deseo erótico se sublima en la representación de lo apetecible, pero no en su delectación.

Los dibujos, apuntes para proyectos pictóricos y obras terminadas, tienen una característica que los hace únicos. Las líneas vibrantes con que están hechos provocan que los objetos cobren una energía extraña, cual si se tratara de ondas de energía o como si contaran con una iluminación que les viene de dentro. Tres de ellos son de llamar la atención, uno es un tempe sobre papel que lleva por título Mono (ca. 1952) en el que el movimiento repetitivo alude a la acción de fumar un cigarrillo, probablemente marihuana, produce un eco de efectos psicotrópicos. El dibujo Después (Después de una mujer) funde lo masculino y lo femenino en un solo cuerpo, y México Negro, que muestra la geografía del país habitada por sombras y formas oprimidas por la aglomeración, es quizá la única obra que alude directamente a la situación histórica del país donde vive.

Hay además dibujos sobre todo tardíos –de la época 1950-53- que no tienen la energía característica de las obras de González Serrano. Se trata de bodegones muy sencillos, correctamente realizados pero carentes de la vibración con la que los cargaba el artista.

En suma, la exposición Manuel González Serrano, El Hechicero –nombre de uno de sus autorretratos- reúne los elementos plásticos para darle al artista un rango privilegiado entre el arte del medio siglo, especialmente ahora que empezamos a ver a la distancia los logros de una generación por crear su propia voz desde su interioridad y que podemos encontrar correspondencias con la producción contemporánea.

El escepticismo, la búsqueda de afectos distintos, el magnetismo con el que viste a sus obras, son ahora requeridos en la pintura. En algunos comienzan a extenderse conforme nos damos cuenta que el arte y la vida son lo mismo: una representación sin fin.


Publicado en el suplemento Cultura, del diario Ovaciones, el  9 de mayo de 1999

1 comentario:

  1. ¿Qué hace un título sobre Rodríguez Lozano en un texto sobre Manuel González Serrano? Vaya pifia...

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