De fotógrafas y desnudos / 1ra. Parte



La herencia más notoria de las últimas dos décadas de emancipación de la mujer en México ha sido su participación como sujeto en la política, la cultura y las artes –amén de otros campos. En las artes se ha definido con mayor precisión una estética propia del género femenino, no siempre con el sesgo militante feminista.
La fotografía ha venido a refrendar —en algunos casos— y a estructurar —en otros—, un discurso en el que cuerpo, idiosincrasia y sensibilidad femeninos son puestos en juego a ambos lados de la lente fotográfica.
El cuerpo femenino visto por las fotógrafas ha adquirido un papel relevante entre las jóvenes de 20 a 35 años. Las modalidades de esta visión comprenden una serie de enfoques que van de lo semántico a lo conceptual, alternando con preocupaciones sobre la sintaxis de la imagen; semántico porque se ha trabajado sobre la forma en que la imagen fotográfica representa la realidad; conceptual dado que se intenta demostrar cómo el medio y sus recursos conllevan una deformación de lo fotografiado, y sintáctica toda vez que el argumento base de la fotografía se centra en la vinculación de las formas bidimensionales.
A primera vista estas tres perspectivas aparecen un tanto fuera de foco y entremezcladas, pero mediante el análisis del contexto histórico donde surgen es posible lograr una definición más nítida del trabajo reciente de las fotógrafas.
Probablemente nos resulta difícil creer que a más de 150 años del invento de la fotografía aún persista una visión decimonónica que reduce la representación fotográfica a una mera mímesis de la realidad, pero si echamos un vistazo a nuestro alrededor constataremos que la cultura visual mexicana se alimenta casi exclusivamente de ese reduccionismo semántico; fotografía=realidad. Lo que significa que en un sistema donde los medios masivos y la publicidad constituyen vehículos para acceder a la producción visual en serie, el cuerpo femenino aparece  convertido en los medios en origen y destino del mercantilismo y, de esta manera se reproduce incesantemente el concepto de la fotografía como reproducción mecánica de la realidad. Dentro de este esquema viciado, las alternativas desarrolladas por mujeres para una exploración sensible de su corporeidad han sido relegadas al ámbito de museos y publicaciones de baja incidencia en el público.
Por otro lado, la fotografía de autor ha sido reducida a la ilustración de ideas, debido a un un afán documentalista, que si bien contribuye al conocimiento de realidades sociales, la transforma en instrumento de demagogia y objeto de mecenazgos malentendidos, (al respecto recuerdo una publicación propagandística del Partido Revolucionario Institucional sobre la situación de la mujer, “ilustrada” con fotografías de Juan Rulfo). El desacierto frecuente en este tipo de enfoque ha sido el uso del retrato con fines antropológicos-etnográficos en el que  -como señala Levi Strauss- los retratados no tienen participación en la elaboración del documento, mucho menos sobre su destino, y la intención estética del autor pasa a segundo término.
La fotografía de género (la de “modas”, el retrato, etcétera), utiliza frecuentemente el apoyo de una tecnología instrumental o una teoría estilística ya dada, donde lo importante no es el tema o subjetividad del que está del otro lado del visor, sino la conjunción de elementos plásticos (los claroscuros, el  viraje de colores y el trucaje de laboratorio) que articulen un discurso acorde con ciertas convenciones estilísticas del momento.
Ante el riesgo de caer en alguna de estas trampas del oficio, la generación emergente de fotógrafas revisa críticamente su quehacer y construyen un discurso que las lleva de vuelta a los principios de la técnica (la fotografía en blanco y negro), la temática (el desnudo, con un marcado énfasis en el autorretrato) y, el concepto fotográfico (como medio de expresión y no de documentación).
En contraste con la forma en que los hombres vemos el desnudo femenino (fundamentalmente desde fuera), la mujer tiende a situar su cuerpo en un espacio circundante que actúa como prolongación del mismo. Los encuadres y poses hacen ver al cuerpo como algo que más que dispuesto a la posesión o entregado a ella, adopta actitudes de expectación, arraigo en su circunstancia o despliega una fuerza autotransformadora.
Cabe recordar que aunque el desnudo femenino tiene hondas raíces en la cultura occidental y en las culturas autóctonas de algunas regiones, no es sino hasta este siglo que la mujer ha podido mostrar su visión del espacio corporal que le pertenece. En general pienso que esta visión difiere de la tradición occidental, precisamente por el hecho de que más que proyectar una exterioridad, refleja el significado de lo que es “sentirse mujer”.
En las fotografías de Pilar Macías, Tatiana Parcero, Eugenia Vargas Daniels, Yolanda Andrade, por mencionar algunas de las fotógrafas de los 80, más que una fijación en las partes que integran la naturaleza erógena del cuerpo, muestran una totalidad dotada de un misterio insondable pero envolvente a la vez. Sus desnudos no son, como veremos más adelante, expresiones de un erotismo absoluto o de la carencia del mismo, pues es evidente que no podría reducirse la femineidad a ese aspecto, como tampoco cabe reducir el erotismo a la sexualidad. Como habremos de ver, el erotismo femenino es mucho más complejo que el masculino.
  
Publicado en Sábado del periódico Unomásuno, el 1 de febrero de 1990

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