La creciente presencia de autores y obras en el panorama obliga a un cambio de actitud gradual de esta columna. Más que concentrarse en el análisis de un artefacto en relación a las características de su manufactura o su pedigree, habría que relacionarlo con una experiencia humana que pueda ser compartida por un amplio grupo de interesados y no solamente por los iniciados en el arte. Esto requiere de alejarse de lo que sucede en las exposiciones individuales para situarse en el terreno más general de lo que está pasando en el conjunto de ideas que se hoy existen en las artes visuales. Sexualidad y religiosidad es uno de estos temas que están en el aire, sobre el cual vale la pena reflexionar.
De unos años a la fecha ha sido consistente la presencia del destape sexual en el arte, en contraste con el conservadurismo político y la censura a todas luces antidemocrática. Ya algunos críticos han señalado su sorpresa al referirse a la fuerte carga sexual presente en exposiciones de todo tipo y en particular en aquéllas que tienen al desnudo de género o a la sexualidad abierta como tema, ambos expresados dentro del amplio abanico de neofigurativismos.
Paralelo a esta presencia –y en ocasiones estrechamente hermanado con ella- se encuentra un interés por la religiosidad cristiana o budista, incluso prehispánica y prehistórica, lo que no necesariamente implica una fe religiosa por parte del artista.
Resulta obvio destacar la presencia de lo sexual en el contexto cultural, pues esta expresión profundamente humana ha motivado la creación artística desde siempre. Disfrazado de arte erótico (término blandengue y confuso) o misticismo, el comportamiento sexual con todas sus variantes y actitudes ha llenado millones de espacios público, no sin pocas controversias y escándalos.
Por otro lado, es evidente que la relación entre religiosidad y arte tiene una deuda imborrable con la expresión por excelencia de la sexualidad: el desnudo. La sentencia bíblica de que el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios abrió las puertas a la representación carnal en el arte sacro de Occidente y contribuyó al distanciamiento con otras culturas, como la Islámica, que no permiten la presencia de la figura humana como manifestación de religiosidad. El arte precolombino –y en un sentido más general, las culturas que no tuvieron contacto con otras civilizaciones – asigna a la conducta sexual un valor mágico-místico, posición totalmente ajena al ciclo pecado-culpa-perdón que propagó el Cristianismo en Occidente.
En el caso mexicano y más específicamente en la situación contemporánea –situémonos entre unos diez años a la fecha- sexualidad y religiosidad se han presentado como dos caras de una misma moneda o mezcladas a tal grado que es imposible distinguir dónde termina una y dónde empieza la otra. La liberación sexual de los años 60 llegó tarde a México, aunque en las artes visuales ya tenía una presencia colectiva bien establecida desde la generación de la Ruptura; basta con ver las prostitutas de Cuevas, las alegorías sexuales de Toledo o las lánguidas ninfas de Francisco Corzas. Si bien me sirvo de estos ejemplos obvios y archiconocidos, no puedo afirmar que por los mismos tuvieron un ascendente en las generaciones recientes, que han buscado la síntesis sexo-religiosidad desde un punto de vista feminista o femenino.
La asociación de dos temas tan poderosos como éstos en el arte reciente no proviene de una tradición meramente artística o es producto de una simple moda cultural. Se trata de una propuesta genuinamente concebida, madurada y expresada por una generación que indaga en las transformaciones culturales de la sociedad y que puede establecer una vinculación entre contextos más fácilmente debido a la extensa información existente. De esta manera, a las contradicciones que se presentan en el ámbito social, los artistas han respondido con la persistencia del acto creativo individual, el cual resulta difícil de absorber para un sistema de valores de crisis.
Si traducimos esta explicación a la práctica tendremos que, por ejemplo, la culpa –uno de los elementos constitutivos de la experiencia religiosa cristiana- y el hedonismo –promovido por la cultura consumista que proponen los medios – son procesados por el artista de tal manera que provocan un choque en el sistema tradicional de valores pero a la vez reafirman a la subjetividad como la visión más perdurable. Si la sociedad ha llegado a un punto en el que el sexo es una mercancía más y el sentimiento religioso se confunde con un búsqueda del bienestar personal, por su parte el artista descubre en el análisis de los imaginarios religiosos un vínculo que une su necesidad de plasmar lo que él es con lo que hace.
Sexo y religión encuentran reciprocidad en los autores contemporáneos porque ambos forman parte de las experiencias esenciales del ser humano, y porque al abordar uno de ellos se está aludiendo al otro. La expresión artística de una reflexión semejante provoca que el arte de aporte interpretaciones y cuestionamientos sobre la cultura contemporánea.
Publicado en el suplemento Sábado del periódico Unomásuno, el 7 de septiembre de 1991
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