El Instituto Tamarind es un centro de experimentación y enseñanza dedicado a la litografía que basa su ética y modo de trabajo en la estrecha colaboración entre artista e impresor, este último considerado también artista de la impresión. La exposición –presentada en el Museo José Luis Cuevas- Colaboraciones, Artistas e Impresores es una muestra del ideario y la práctica de un taller que ha revolucionado la práctica de la litografía en las últimas décadas del siglo XX.
La litografía es la más joven de las antiguas técnicas de impresión en serie. Surge en el siglo XVIII y alcanza su mayor difusión y práctica en el siglo XIX, convirtiéndose en el vehículo favorito de algunos de los más talentosos críticos sociales como Honoré Daumier –quien realizó más de cuatro mil estampas satíricas. En México la litografía fue introducida por Claudio Linatti a mediados del siglo XIX y rápidamente alcanzó la misma popularidad que otras formas de estampado, debido a que fue utilizada para la publicación de periódicos y hojas volante que representaban la opinión popular, el cuarto poder, una forma emergente de democracia y de libre expresión de las ideas a través de artículos y dibujos caricaturescos de los personajes de la política. Sólo el grabado tuvo una mayor difusión popular, gracias a la inventiva y el ingenio de los reconocidos ironistas Manuel Manila, Picheta y José
Guadalupe Posada.
El siglo XX trajo consigo la invención de la litografía en color y con ello su asimilación en procesos de impresión comercial de cromos y etiquetas. Durante décadas los talleres artísticos de litografía, aquellos donde se continuó la práctica de la impresión manual en tirajes reducidos y numerados, estuvieron localizados casi exclusivamente en Europa, debido a la escasa producción de materiales indispensables para su práctica. Se puede decir que hubo un estancamiento en la invención de nuevas técnicas que se adaptaran a los requerimientos de los artistas de la época. Hasta mediados del siglo XX se extendió un prejuicio purista que veía a las estampas litográficas como un medio de reproducción de obras ya existentes y por tanto, se asignó a la litografía el papel de reproductora mecánica de imágenes que de otra manera serían inaccesibles para el gran público.
Obviamente existieron excepciones notables como Picasso, Chagall, Miró y miembros de la Escuela Mexicana que vieron en la litografía un medio totalmente diferente e independiente de la imagen pintada y, que crearon obras inigualables partiendo de las características intrínsecas del medio. Pero en general la litografía siguió siendo un medio raro, elitista e inaccesible para el común denominador de los artistas y el público.
A principios de la década de los 60, varios artistas estadounidenses, conscientes de las potencialidades de la litografía, decidieron establecer un taller en Los Ángeles que reuniera todos los conocimientos y medios sobre la litografía que existían hasta entonces. Ese taller se convirtió con el paso de los años en el Instituto Tamarind, un taller que marcó estándares de calidad e innovación en todo el mundo y que además se convirtió en un centro formativo de impresores dedicados exclusivamente a la práctica de la litografía sobre piedra, lámina de aluminio y zinc, acetatos y otros soportes inventados ahí mismo.
En las dos últimas décadas la tarea principal del Instituto ha sido entablar un diálogo participativo entre artistas e impresores y entre talleres de litografía interesados en ampliar los límites de la imagen impresa. Lejos de ser un taller purista o conservador, el Tamarind ha roto con fronteras que se pensaba eran infranqueables para la imagen reproducida, tales como introducir rasgos, collage, sustancias y objetos a cada obra, de manera que el objeto resultante es único y es, también, parte de una edición múltiple.
Cada vez que un artista ingresa al taller se le asigna un maestro de impresión –cuya tarea es- encontrar e inclusive inventar los medios para que el artista logre plasmar sus ideas con toda fidelidad. El proceso no es sencillo y requiere de un trabajo conjunto de semanas o quizá meses, el cual genera nuevos resultados que ingresarán al acervo de conocimientos para que puedan ser aplicados por otros artistas en el futuro.
Algunas de las piezas de esta exposición son ejemplos claros de esa actitud de búsqueda y por de la dupla artista-impresor. Polvadera, una litografía de Billy Bengston impresa por Rodney Hamon, es una estampa de nueve tintas y un collage de hoja de oro sobre barniz rojo, lo que demuestra que no todos los colores de una estampa son tintas de impresión. Flores Cortadas obra de Roberto Juárez impresa por Bill Lagatuta, reúne dos tipos de papel, una impresión a dos tintas y el artista agregó tierra, musgo y color con su propia mano sobre cada impresión. La tolerancia de ciertas diferencias obvias en la edición y la necesidad de que tanto artista como impresor hagan su parte para obtener un resultado conjunto refleja la libertad del proceso de trabajo directamente emparentado con el dibujo y el monotipo.
En otros casos las litografías adquieren acabados y texturas que parecen que parecerían logrados con otras técnicas de estampado. Tal es el caso de Costa Brava de Clinton Adams, que a primera vista recuerda la textura plana de la serigrafía, pero que en una segunda inspección es posible darse cuenta que el color no está adherido a la superficie del papel sino que ha penetrado la fibra del mismo, característica típica del proceso gráfico de la litografía. Stanza Ships, de James McGarrell y el impresor Stephen Britko, es una litografía de tres colores sobre papel negro cuya característica porosidad del color ha sido lograda mediante un proceso similar al de la mezzotinta en el grabado.
Todas estas invenciones, combinaciones y alteraciones del soporte (como el suajado y el laminado del papel) dan a la litografía un carácter diferente, más ecléctico. La convierten en terreno fértil donde se entrecruzan las posibilidades de muchas artes y tecnologías al servicio de la reproducción del arte.
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