Algunas semanas atrás comentaba el hecho de que la aparición del video y la extensión de su uso ha traído, entre otras cosas, el relajamiento del controle de la censura. Actualmente –decía uno de los asistentes a la tertulia- es posible rentar un videocasete y proyectarlo a cualquier tipo de público doméstico sin mayor consecuencia. Podría buscarse, en este hecho y en otros avances tecnológicos, una razón que justifique un mayor libertinaje sexual si no fuera porque el SIDA y la desinformación de algunos sectores sociales al respecto desataron el neoconservadurismo.
En lo personal propongo una explicación de índole antropológica para desentrañar la relación entre sexualidad, entendida como un lenguaje corporal aprendido y la religiosidad entendida como la conciencia de la fe y parte integral del comportamiento mítico. En el caso particular del arte habría que tomar como punto de partida una hipótesis antropológica y estética.
Esta hipótesis parte del pensamiento filosófico de Nietzsche y de Heidegger: la muerte de Dios a manos de la razón y la consecuente ausencia de lo divino en nuestra cultura. Si el pensamiento divino ha sido desterrado a un universo sin límites, ¿no es acaso el arte y, el artista que se identifica con él, un intento por darle coherencia a algo que no la tiene, como la vida misma?
Juan García Ponce ha descrito el juego arte-vida como un “tejido de relaciones que no se apoya en ningún lado sino que encuentra la verdad en su propio despliegue”. La fe –el motor de todo culto- como expresión de la necesidad de lo divino y lo ritual como expresión de esta última, no han desaparecido sino que han cambiado de lugar. Su espacio es el del arte, lugar arcaico y ubicuo donde el artista y el hombre en general deposita –transformada– la angustia de saberse solo en el universo, en el tiempo que corre de la vida a la muerte.
Muerte y guerra son los ámbitos de las fuerzas negativas que mueven a la fe. Vida y eros son las antípodas creativas de la fe. Sexualidad y religiosidad son la expresión de la fe en la capacidad humana para regenerarse en un azar benevolente que permitiera tal regeneración en la vida.
Al trasponer el umbral de escepticismo que propone Nietzsche, al expresar una desconfianza en el poder de la razón para poder explicar su identidad, el artista finisecular da rienda suelta a la ambigüedad de una propuesta artística cuyo fin último es dar testimonio de algo superior a la vida. Ese algo –no obstante– no puede manifestarse en términos exactos (con la precisión científica) sino a través de un despliegue del lenguaje plástico que encuentre en la concatenación de tiempos e iconografías distantes, un camino oblicuo que le impida caer en el moralismo (“las cosas deben ser así”) o en el pragmatismo (“toda relación es posible”). Para explicarlo en términos llanos: no es posible relacionar imágenes religiosas con imágenes sexuales sin producir una polaridad excluyente entre ambas, sino encontrar un medio indirecto (la metáfora, por ejemplo) que permita asociación en el que el espectador intuya la relación entre ambos conceptos.
Por supuesto, no me estoy refiriendo al artista en general ni a al público masivo. La relación sexualidad-religiosidad se da dentro de ciertos límites de interés. Los que somos llamados por este tema nos encontramos frecuentemente ante la paradoja de vivir fuera de un tiempo que nos afecta y en el que nuestro temperamento resulte anacrónico.
La motivación para escribir estas líneas es crear un contexto o sistema que no tiene otro fin sino el de explorar el origen de la creación y la creatividad artística. Lo cual sería coherente con la afirmación de que el artista busca su identidad no sólo en lo que produce (llámense pinturas, esculturas o grabados) sino en el acto creativo por sí mismo.
A manera de corolario, podría decirse que para el artista que trabaja en la vinculación de la sexualidad y de la religiosidad, los medios son un fin en sí mismos.
Esta última afirmación nos lleva a un terreno obvio del argumento. Si hemos desterrado la existencia de dios del pensamiento, ¿cómo conciliar la espiritualidad con la materialidad que implica la sexualidad? ¿Qué formas de representación debería adquirir la materia para dar prueba de su fe? Las culturas arcaicas y primitivas han gozado de una fórmula de pensamiento y conducta que les permite relacionar sexualidad y religiosidad: el rito.
El rito asigna a la sexualidad el valor de un despliegue de creatividad, y ésta al ser causa y efecto de formas artísticas se convierte en reflejo de esa voluntad anterior a la razón que mueve al mundo, la sexualidad es el lenguaje de esa actividad reproductiva y creativa. De ahí que a partir del siglo XIX el arte haya sido comparado con la creación y se otorgara el nombre de creador al artista. En la actualidad, el arte como expresión de una vida es fundamentalmente un acto de fe, subrayado por el retorno de la religiosidad.
Publicado en el suplemento Sábado del diario Unomásuno el 14 de septiembre de 1991.
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