Fotografía voyeur; Javier Muñoz




Imagine el lector a una mujer atractiva de entre 22 y 29 años de edad, elegantemente vestida de negro, manos cubiertas por guantes del mismo color, piernas envueltas en medias semitransparentes, zapatos de charol, pelo recogido para dejar ver un cuello esbelto, rostro semi oculto por una matilla de encaje. Imagine que esta mujer se introduce en un edificio en el que usted desea rentar –tras cumplir con no pocos requisitos y después de muchos años de anhelos- un espacioso departamento con vista al parque México; sí, en la Condesa, efectivamente en el edificio Basurto, por encima de los árboles y de la mediocridad arquitectónica que invade la avenida Insurgentes.

Imagínese usted mismo de pie al inicio de las escaleras, observando ese juego perfecto de formas arquitectónicas que se cierra en espiral completando una gama perfecta de grises hasta el negro más intenso. Está usted extasiado con el ritmo silencioso de la escalinata y el barandal, obra que emula a las más perfectas creaciones de la naturaleza, como la de aquel Nautilius que captó la cámara de Edward Weston. Lentamente, sin perturbar su ensoñación, entra esa mujer que materializa su imaginación. La sorpresa no puede ser mayor, se va a desplegar en el tiempo y el espacio de la escalinata para darle oportunidad de mirar cada detalle de ese cuerpo modificándolo con la luz y la sombra que ahora comparte su vitalidad con las líneas del diseño.

Imagine que todos sus sentidos se han concentrado en uno solo –la vista- y que rompiendo las barreras del espacio-tiempo su mirada puede viajar a voluntad y colocarse en cualquier punto de esa geografía tangible y transitable. Si antes vio usted el costado de esa mujer ahora la observa sentada ocupando uno de los escalones. Desde esa posición cenital el cuerpo escorzado, el nacimiento del pelo, parte de la espalda y el frente revelan a la mujer como nunca la había usted imaginado.

Llevado por la mirada usted se ha convertido en un voyerista. Luego de ver a la maja vestida usted la imagina desnuda, pero como todo buen voyerista usted desea que las cosas sucedan sin la menor intervención de su voluntad. Usted quiere que la mujer, esa que para usted es una desconocida, descubra poco a poco su cuerpo sin darse cuenta que usted la está observando, como sucede con aquellas mujeres desnudas de Rembrandt o Ticiano, donde no se siente la presencia del autor, el cual parece haber irrumpido en un momento íntimo reservado para la soledad.

La conciencia de que se encuentra en un lugar público, abierto a las miradas de los demás, hace que por un momento desista de imaginar lo que por lógica no sucederá. Pero la persistencia de la imaginación le permite ir más allá de lo posible. Pocos pasos antes de llegar a la cima de la espiral la mujer comienza a revelar su desnudez. Lo hace por partes como si tan solo quisiera agotar un súbito deseo: intimar con su presencia un espacio que no es el suyo. En un aparente rasgo de atrevimiento se ha levantado el vestido hasta la cintura para dejar asomar su vientre, pubis y la parte alta de sus muslos al ojo de la espiral. Parece como si quisiera que alguien la viera y efectivamente usted la está viendo pero ella no lo sabe. Una vez  traspasado el umbral del atrevimiento la conciencia de su desnudez lejos de perturbarla parece darle confianza. Mientras ella se apodera de su nuevo espacio íntimo, usted no puede dejar de pensar en que la arquitectura de ese lugar se ha transformado, las líneas envolventes del la escalinata de mampostería se han fundido con las de la mujer; está usted ante una puesta en escena real, encerrada en una imagen fotográfica.

Las dos dimensiones han entrado en contubernio con la imaginación para deleite de la vista. El fotógrafo nos ha tendido una trampa en la que voluntariamente hemos caído. Ha partido de lo real para situarnos en el terreno de lo especulativo con una composición plástica que parece decir: “que tal si…”. Muchos de nosotros le compramos la idea, sin saber exactamente qué era. Y sólo ahora luego de revisar la secuencia de imágenes es posible darse cuenta que este juego voyerista es producto de una obsesión: la obsesión con el realismo, con la construcción creíble de un momento, a través de un elemento absolutamente icónico, el cuerpo de la mujer, para producir la copia “real” de lo imaginado. El fotógrafo es Javier Muñoz y sus fotografías, tituladas Imágenes para una extraña, dan cuenta, una por una,  de los diferentes estadíos por los que ha pasado la fotografía como herramienta para representar la realidad hasta llevarnos a la imaginación.

 

La obra de Javier Muñoz se expone actualmente en la Galería Nacho López de la Casa del Lago, en el antiguo bosque de Chapultepec.

Publicado en Sábado de Unomásuno el 25 de abril de 1992

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