De Lola a la actualidad. Fotógrafas mexicanas




Desde que Lola Álvarez Bravo empezó su carrera hasta la actualidad, la fotografía ha tenido una transformación diametral; hoy día las fotógrafas contemporáneas deja su lugar detrás de ha cámara y se colocan frente a la lente.

Lola Álvarez Bravo reveló el mundo que le tocó vivir, dejó huella de su tiempo y puso ante nuestros  ojos las imágenes de personas y situaciones que de otra manera hubieran pasado desapercibidas. Ella y toda una generación de fotógrafos transformaron la fotografía hicieron que ésta trascendiera el papel de documento –reflejo mecánico de la realidad- y llegara al plano artístico, descubriendo la belleza, armonía y fuerza dramática con un abrir y cerrar del diafragma.

El fotógrafo contemporáneo vive la urgente necesidad de reflexionar sobre lo que pasa de su lado de la cámara; en la mirada, en la mente, las actitutdes y los valores por los que se guía el oficio y el arte fotográfico.

Aquella generación de fotógrafos-artistas descubrió que el encuadre, la profundidad de campo, el juego entre luz y sombra,  la relación entre el ser humano y la naturaleza, podían ser combinados elocuentemente para dar una visión propia. Superada la vocación documentalista, típica del reportaje objetivo y de la fotografía de interés humano, el fotógrafo-artista podía ir más allá e imprimir un significado a la imagen: ofrecer su punto de vista como autor.

Estas nociones generales implicaban que el fotógrafo quedaría reflejado implícitamente en lo retratado. Las imágenes estarían subordinadas a su interés y motivación, mientras que el espectador debía leerlas semánticamente para decodificar su significado y lo que éste representaba en su momento histórico.

El retrato fotográfico, uno de los géneros que más frecuentó Lola Álvarez Bravo, tuvo en ella un matiz particular: Lola hizo patente los lazos de amistad y fraternidad que la ligaron a una serie de figuras de las artes. Dicho de otra manera, su obra retratista fue el diario privado de alguien que escribe con imágenes su percepción de los otros, particularmente de aquellos a quien conocía bien.

Cuando no se retrataba de amistades y conocidos, se acercó a aquellos que voluntaria o involuntariamente posaron para ella. Y es este aspecto el que le da el carácter humano a la fotógrafa. Lo que otros fotógrafos se logró mediante el trabajo de campo y de cuarto oscuro, en Lola aconteció antes de apretar el obturador.

 En muchas de sus retratos y desnudos está ausente el oportunismo o la búsqueda forzada de un sujeto. Las imágenes hablan de una espera paciente, de un contrato tácito y voluntarioso de aquellos que se dejaron retratar por su lente. No había premura, sino sencillez y disponibilidad en sus imágenes.

En los tiempos en que se desarrolló la primera etapa de su carrera, en los años 30, México era todavía un país de campesinos y trabajadores que se acercaban esporádicamente a las ciudades. Las clases medias eran incipientes. La fotografía de interés etnográfico no existía como un génerk sino como apunte de la realidad.

Cuando las ciudades comenzaron a ser el imán que apeló a la fuerza de trabajo rural y por tanto las etnias indígenas se vieron diezmadas y en peligro de desaparecer, comenzó a verse como un detalle folclórico –en el peor de los casos- o como una necesidad imperiosa  el  documentar la desaparición de una parte de México y  el surgimiento de una realidad marginal: la pauperización de los indígenas en las nuevas metrópolis industriales. Fue entonces cuando la fotografía comienza a transformarse an reportaje etnológico, que recogía lo que estaba sucediendo en el campo y lo que acontecía en las ciudades, la combinación de cultura urbano-popular y la actualidad de la situación indígena.

A partir de los años 50 ve la luz pública el trabajo de otra camada de fotógrafos que fusionan la fotografía documental y la artística, creando imágenes de elocuencia poética que resultan vestigios de un pasado que rápidamente estaba desapareciendo. Esos vestigios ya no son vistos como una realidad generalizada sino como una excepción: una voz del pasado que comienza a ahogarse en el presente.

Las luchas sindicales y la consecuente represión aparecen en las imágenes fotográficas y comienza hablarse de una fotografía de denuncia.  El fotógrafo debía tomar posiciones políticas y definir la naturaleza de su trabajo sin pasar por alto que se trataba de un arte, un arte de agitación que clama atención. Para entonces la obra de Lola debió parecer demasiado bella,  un tanto elegante. Sus retratos mostraban a individuos vivos en esos momentos, pero había que retratar a  las masas, la violencia promovida por el Estado y de los cadáveres.
Vendrían los tiempos de la represión sistemática contra sectores de la población, impulsada por  regímenes autocráticos de las décadas de los 60 y 70; y las nuevas generaciones de fotógrafos se preguntarían qué sería mejor: dedicarse al fotoperiodismo –por su carácter social y trascendente- o conseguir trabajo en las agencias de publicidad o editoriales. Los más audaces apostaron por hacer una fotografía de autor que exploró los avances tecnológicos (en cámaras, formatos, películas y técnicas de cuarto oscuro) o volvieron a los principios de la fotocrafía ( rescataron cámaras de cartón, daguerrotipos, técnicas de impresión olvidados). El indigenismo y, en general la fotografía de denuncia, eran cosa del pasado. El formalismo en las nuevas técnicas de color (polaroid) o la experimentación formal, hicieron que el blanco y negro y los formatos utilizados por los grandes maestros perdiera interés.

La generación más reciente de autores fotográficos, muchas de ellas mujeres, se pregunta qué ha sido de sí misma. Quiere hablar de su propio cuerpo y la manipulación de que ha sido objeto desde hace 150 años (en el caso de la fotografía). El fotógrafo no desea retratar  a los otros sino retratar la propia circunstancia. La fotografía más reciente es producto de una meditación sobre el quehacer y el ser del fotógrafo. El tiempo que Lola Álvarez Bravo empleó en entender a sus sujetos, compenetrarse con ellos, ahora lo invierte el artista fortográfico en conocerse a sí mismo y revelarse. La fotografía ya no es documento del pasado, ni registro el presente, más bien medita sobre el ser y el transcurso del tiempo.

Pubhicado en Sábado de Unomásuno, 21 de agosto de 1993. 

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