Las posibilidades del cambio



No cabe duda, las artes visuales, que tanto influyeron sobre los cambios en filosofía, estética y sociedad durante este siglo, resultaron afectadas también por los cambios ocurridos este año.
Los sucesos de 1991 parecen repetir lo sucedido en la segunda década del siglo, aunque de una manera más comprimida en el tiempo; vivimos una década en tan sólo un año. Este hecho constituye uno de los signos de nuestro tiempo y ha quedado plasmado en las obras de algunos de los artistas contemporáneos.
Uno de los indicadores de la forma en que los cambios ocurridos en el mundo y en el país han tenido influencia sobre las artes visuales, es el grado de relación entre  la producción artística con la experiencia humana. Las más recientes aportaciones temáticas surgieron de áreas muy diferentes a la de la estética o a los problemas intrínsecos del arte, por mencionar dos tópicos frecuentes en la plástica contemporánea. Para algunos pintores de la generación de los ’60 (y anexos) el problema estribó en descubrir un lazo entre la práctica artística y el mundo real. Dos ejemplos claros fueron las exposiciones de Estrella Carmona y El Gritón. En el caso de la Carmona, que coincidió con la brutal ofensiva Tormenta del Desierto que asestó Estados Unidos y sus aliados a Iraq, la relación entre arte y suceso fue bastante clara. Las Pinturas de Estrella Carmona reflejaron la decepción y decadencia que vive la humanidad en esta época. Difícilmente podría hablarse de una pintura de denuncia o de regodeo con los despojos y tecnologías letales que se producen en la actualidad. Tampoco hay en la pintura de Estrella un discurso pacifista en la medida en que no da lugar a la esperanza sino que se concreta a apuntar que el hombre sigue siendo el lobo del hombre. En contraste, la obra de El Gritón aparece más complaciente pero en el fondo también plantea una contradicción irresoluble: el choque entre valores tradicionales agotados y la sustitución de éstos por nuevas tecnologías domésticas insertados en un panorama roto y desencajado. En suma, el choque entre una sociedad premoderna que ingresa absurdamente a la posmodernidad.
Otro de los cambios propositivos de este año se dio en las propuestas que establecieron una confrontación entre arte y cultura visual, entendida ésta como el cúmulo de información iconográfica a partir de la cual elaboramos juicios estéticos sobre la realidad. En este caso resulta especialmente significativo el trabajo realizado en fotografía y video, particularmente los realizados por mujeres con puntos de vista feministas.
Si nos detenemos sobre este punto encontraremos que el video ha descubierto facetas en la forma de ver la realidad, de manera semejante a la que la fotografía modificó la visión pictórica e impulsó nuevas formas de ver, como el Cubismo. Pero mientras que ese movimiento situaba al espectador ante la posibilidad de conocer varias facetas del volumen y espacio a un mismo tiempo, el video desmaterializa la imagen –que es tan sólo el producto de un haz luminoso siempre en movimiento,  nos hace olvidar la relación espacio-temporal de la misma y centra la atención del espectador en un proceso de diferenciación perceptual y conceptual. El trabajo de Silvia Gruner –un performance en el que la artista se sometió a la observación del público mientras una cámara de video registraba los acercamientos de los asistentes a su cuerpo- trata de esa frágil relación entre el  cuerpo como signo y la construcción de su identidad, siendo en este caso el cuerpo femenino un signo que corresponde explorar al observador dentro de un espacio libre de asociaciones. Por su parte, las fotografías de Oweena Fogarty de una pareja (hombre y mujer) desnuda interactuando con una bandera estadounidense ponen en juego los referentes que tenemos en torno a la sexualidad, la identidad cultural y el arte.
La noción de objeto artístico como signo cultural cuyo significante es siempre cambiante y mutable tuvo su expresión en el trabajo de tres escultores que tuve la oportunidad de conocer este año: Abraham Cruzvillegas, Juan Manuel Romero y Diego Gutiérrez Coppe, miembros del colectivo Temistocles 9. Para Cruzvillegas la escultura no consiste únicamente en una relación de formas externas sino que es una suma de significados. Tal es el caso de las obras que vi este año y cuyo tema fue la invalidez que aqueja a su padre. Así, la escultura Prótesis, una larga pierna construida con bastones que se alarga entre el piso y techo, hace referencia oblicua a una realidad plausible pero se centra en la acentuación dramática que le impone el relato del artista sobre los motivos que lo impulsaron a hacerla nos hace pensar en la cada vez mayor interdependencia de lenguajes y discursos en las artes visuales y la arquitectura.
Juan Manuel Romero parece más interesado en la desestetización de la cultura para llevarla a un plano puramente sensorial. Aunque ha eliminado la representación literal de su trabajo –sus esculturas no representan- ha demostrado interés en relacionar al espectador con fuerzas, principios y relaciones físicas: el flujo eléctrico y la polaridad magnética.
Por su parte, Diego Gutiérrez encuentra en la escultura un medio ad-hoc para devolvernos a la forma pura sin adjetivos, en la que destaca la silenciosa laboriosidad del trabajo manual, donde no hay opuestos encontrados (forma significante-contenido), sino síntesis armoniosa que hace pensar más en la tridimensionalidad misma del objeto.

En suma, la escultura ha dejado el referente significativo, se asocia con la ciencia y con la sociología, con la construcción de entornos y la deconstrucción de significados tanto de lo que entendemos por objeto escultórico como por  lo que el contexto social aporta a la lectura de esos objetos.

Publicado el 28 de diciembre de 1991

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